Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al descubrir que los tedios del amor tenían posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del deseo. Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado. Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos.
Había tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta sorprenderla en una falta. Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el exasperante zumbido de la cantaleta había derrotado el rumor de la lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la cabeza baja, y se retiró temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente Fernanda estaba trémula, con aspecto de haber dormido mal, y parecía desahogada por completo de sus rencores. Sin embargo, cuando su marido preguntó si no sería posible comerse un huevo tibio, ella no contestó simplemente que desde la semana anterior se habían acabado los huevos, sino que elaboró una virulenta diatriba contra los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa.
Había escampado, pero aún no salía el sol. El coronel Aureliano Buendía emitió un eructo sonoro que le devolvió al paladar la acidez de la sopa, y que fue como una orden del organismo para que se echara la manta en los hombros y fuera al excusado. Allí permaneció más del tiempo necesario, acuclillado sobre la densa fermentación que subía del cajón de madera, hasta que la costumbre le indicó que era hora de reanudar el trabajo. Durante el tiempo que duró la espera volvió a recordar que era martes, y que José Arcadio Segundo no había estado en el taller porque era día de pago en las fincas de la compañía bananera. Ese recuerdo, como todos los de los últimos años, lo llevó sin que viniera a cuento a pensar en la guerra. Recordó que el coronel Gerineldo Márquez le había prometido alguna vez conseguirle un caballo con una estrella blanca en la frente, y que nunca se había vuelto a hablar de eso. Luego derivó hacia episodios dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le lastimaran ningún sentimiento.
Carmelita Montiel, una virgen de veinte años, acababa de bañarse con agua de azahares y estaba regando hojas de romero en la cama de Pilar Ternera, cuando sonó el disparo. Aureliano José estaba destinado a conocer con ella la felicidad que le negó Amaranta, a tener siete hijos y a morirse de viejo en sus brazos, pero la bala del fusil que le entró por la espalda y le despedazó el pecho, estaba dirigida por una mala interpretación de las barajas.
Nunca fue mejor guerrero que entonces. La certidumbre de que por fin luchaba por su propia liberación, y no por ideales abstractos, por consignas que los políticos podían voltear al derecho y al revés según las circunstancias, le infundió un entusiasmo enardecido. El coronel Gerineldo Márquez, que luchó por el fracaso con tanta convicción y tanta lealtad como antes había luchado por el triunfo, le reprochaba su temeridad inútil. "No te preocupes", sonreía él. "Morirse es mucho más difícil de lo que uno se cree". En su caso era verdad. La seguridad de que su día estaba señalado lo invistió de una inmunidad misteriosa, una inmortalidad a término fijo que lo hizo invulnerable a los riesgos de la guerra, y le permitió finalmente conquistar una derrota que era mucho más difícil, mucho más sangrienta y costosa que la victoria.
Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.