Federico García Lorca

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Arbolé Arbolé

Arbolé arbolé
seco y verdé.

La niña de bello rostro
está cogiendo aceituna.
El viento, galán de torres,
la prende por la cintura.
Pasaron cuatro jinetes,
sobre jacas andaluzas,
con trajes de azul y verde,
con largas capas oscuras.
“Vente a Córdoba, muchacha.”
La niña no los escucha.
Pasaron tres torerillos
delgaditos de cintura,
con trajes color naranja
y espadas de plata antigua.
“Vente a Sevilla, muchacha.”
La niña no los escucha.
Cuando la tarde se puso
morada, con luz difusa,
pasó un joven que llevaba
rosas y mirtos de luna.
“Vente a Granada, muchacha.”
Y la niña no lo escucha.
La niña del bello rostro
sigue cogiendo aceituna,
con el brazo gris del viento
ceñido por la cintura.

Arbolé arbolé
seco y verdé.


Cortaron Tres Arboles

A Ernesto Halffter

Eran tres.
(Vino el día con sus hachas.)
Eran dos.
(Alas rastreras de plata.)
Era uno.
Era ninguno.
(Se quedó desnuda el agua.)


Preciosa y el Aire

(A Dámaso Alonso)

Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
El silencio sin estrellas,
huyendo del sonsonete,
cae donde el mar bate y canta
su noche llena de peces.

En los picos de la sierra
los carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses.
Y los gitanos del agua
levantan por distraerse,
glorietas de caracolas
y ramas de pino verde.

             *

Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene.
Al verla se ha levantado
el viento, que nunca duerme.

San Cristobalón desnudo,
lleno de lenguas celestes,
mira la niña tocando
una dulce gaita ausente.
Niña, deja que levante
tu vestido para verte.
Abre en mis dedos antiguos
la rosa azul de tu vientre.

             *

Preciosa tira el pandero
y corre sin detenerse.
El viento-hombrón la persigue
con una espada caliente.

Frunce su rumor el mar.
Los olivos palidecen.
Cantan las flautas de umbría
y el liso gong de la nieve.

¡Preciosa, corre, Preciosa,
que te coge el viento verde!
¡Preciosa, corre, Preciosa!
¡Míralo por dónde viene!
Sátiro de estrellas bajas
con sus lenguas relucientes.

             *

Preciosa, llena de miedo,
entra en la casa que tiene,
más arriba de los pinos,
el cónsul de los ingleses.

Asustados por los gritos
tres carabineros vienen,
sus negras capas ceñidas
y los gorros en las sienes.

El inglés da a la gitana
un vaso de tibia leche,
y una copa de ginebra
que Preciosa no se bebe.

Y mientras cuenta, llorando,
su aventura a aquella gente,
en las tejas de pizarra
el viento, furioso, muerde.


Canción Tonta

Mamá.
Yo quiero ser de plata.

Hijo,
tendrás mucho frío.

Mamá.
Yo quiero ser de agua.

Hijo,
tendrás mucho frío.

Mamá.
Bórdame en tu almohada.

¡Eso sí!
¡Ahora mismo!


La Casada Infiel

(A Lydia Cabrera y a su negrita)

Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.

Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena,
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.

Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.


Romance de la Luna, Luna

A Conchita García Lorca

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.


Es Verdad

¡Ay qué trabajo me cuesta
quererte como te quiero!

Por tu amor me duele el aire,
el corazón
y el sombrero.

¿Quién me compraría a mí
este cintillo que tengo
y esta tristeza de hilo
blanco, para hacer pañuelos?

¡Ay qué trabajo me cuesta
quererte como te quiero!


Muerte de Antoñito El Camborio

Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir. 
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil. 
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí. 
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín. 
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí, 
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir. 
Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris, 
cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí, 
voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir. 

                     * 

Antonio Torres Heredia, 
Camborio de dura crin, 
moreno de verde luna, 
voz de clavel varonil: 
¿Quién te ha quitado la vida
cerca del Guadalquivir? 
Mis cuatro primos Heredias
hijos de Benamejí. 
Lo que en otros no envidiaban, 
ya lo envidiaban en mí. 
Zapatos color corinto, 
medallones de marfil, 
y este cutis amasado
con aceituna y jazmín. 
¡Ay Antoñito el Camborio
digno de una Emperatriz! 
Acuérdate de la Virgen
porque te vas a morir. 
¡Ay Federico García, 
llama a la Guardia Civil! 
Ya mi talle se ha quebrado
como caña de maíz. 

                     * 

Tres golpes de sangre tuvo
y se murió de perfil. 
Viva moneda que nunca
se volverá a repetir. 
Un ángel marchoso pone
su cabeza en un cojín. 
Otros de rubor cansado, 
encendieron un candil. 
Y cuando los cuatro primos
llegan a Benamejí, 
voces de muerte cesaron
cerca del Guadalquivir.


La sangre derramada

¡Que no quiero verla! 

Dile a la luna que venga, 
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena. 

¡Que no quiero verla! 

La luna de par en par. 
Caballo de nubes quietas, 
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras. 

¡Que no quiero verla! 

Que mi recuerdo se quema. 
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña! 

¡Que no quiero verla! 
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena, 
y los toros de Guisando, 
casi muerte y casi piedra, 
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra. 
No. 

¡Que no quiero verla! 

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas. 
Buscaba el amanecer, 
y el amanecer no era. 
Busca su perfil seguro, 
y el sueño lo desorienta. 
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta. 
¡No me digáis que la vea! 
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza; 
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta. 

¡Quién me grita que me asome! 
¡No me digáis que la vea! 

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca, 
pero las madres terribles
levantaron la cabeza. 
Y a través de las ganaderías, 
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes
mayorales de pálida niebla. 
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda, 
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras. 
Como un río de leones
su maravillosa fuerza, 
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia. 
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia. 
¡Qué gran torero en la plaza! 
¡Qué buen serrano en la sierra! 
¡Qué blando con las espigas! 
¡Qué duro con las espuelas! 
¡Qué tierno con el rocío! 
¡Qué deslumbrante en la feria! 
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla! 

Pero ya duerme sin fin. 
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera. 
Y su sangre ya viene cantando: 
cantando por marismas y praderas, 
resbalando por cuernos ateridos, 
vacilando sin alma por la niebla, 
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua, 
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas. 
¡Oh blanco muro de España! 
¡Oh negro toro de pena! 
¡Oh sangre dura de Ignacio! 
¡Oh ruiseñor de sus venas! 
No. 
¡Que no quiero verla! 
Que no hay cáliz que la contenga, 
que no hay golondrinas que se la beban, 
no hay escarcha de luz que la enfríe, 
no hay canto ni diluvio de azucenas, 
no hay cristal que la cubra de plata. 
No. 
¡¡Yo no quiero verla!!

 
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