Paris, Texas
Dirección: Wim Wenders. Protagonistas: Nastassja Kinski, Harry Dean Stanton y Dean Stockwell. 1984 (Reino Unido, Francia y Alemania)
El cabo suelto
París, Texas, es ese sitio adonde nunca llegamos; el ideal de vida que nos proponemos pero que termina siendo sólo una foto en el bolsillo. No es ni siquiera un destino imaginario, es tan real como la foto. Se lo describimos a nuestros amigos, ocasionalmente lo señalamos en un mapa y le hacemos un círculo con esfero rojo, se lo mostramos a nuestros hijos y les decimos: “Ahí estaremos en unos años”, o “Ahí pasaré mi vejez” o “Ahí quiero anclar mi velero”, pero nada de eso sucede; la vida se enreda de tal forma que nos conformamos con otras cosas menos halagadoras, menos distantes, que se vuelven sucedáneas.
Es una película europea, realizada –inclusive, desde el mismo guión– en Estados Unidos; me refiero a que, de alguna manera, Wim Wenders le quiere meter los dedos en la boca a Hollywood, salirse de sus esquemas en su propio terreno y hacer una película opaca, como la vida misma, sin el brillo elaborado y engañoso del cine norteamericano, del que habla Oswaldo Zanetti. Lo logra, con creces, y no por los premios obtenidos si no porque la narración cinematográfica se sostiene sólita sin aderezos, sin elementos que alteren su sentido. Es digerible, en un mundo que se ha vuelto opíparo, copioso en recetas, en el que el vestuarista, el escenógrafo y el efectista, por ejemplo, también quieren ser el plato principal. Sin embargo –siempre es bueno contradecirse un poco– la guitarra de Ry Cooder, de fondo, rasgando las cuerdas, logra un protagonismo magistral, como música incidental, recreando blues de Blind Willie Johnson.
París, Texas, es también Nastassja Kinski. ¿Cómo deja uno perder un amor así? Esa es la pregunta constante del espectador. ¿Qué pasó? ¿Por qué se fue? ¿Por qué dejaron tirado al hijo de cuatro años, con sus tíos? Travis, el marido, camina dando tumbos de un lado a otro del desierto del Mojave y en medio de su locura, busca a Jane (Kinski) su mujer, con determinación pero sin el más mínimo sentido común; donde ve una carretera, o una carrilera, las recorre hasta el cruce siguiente y voltea, indistintamente, hacia la izquierda o hacia la derecha ¿qué importa? El actor es Harry Dean Stanton ¡nada como un actor de segunda para interpretar el papel de un hombre mediocre y débil de carácter! El solo casting de los protagonistas es, ya, un síntoma del desequilibrio que necesita la historia.
Afortunadamente Hunter, el hijo –tiene ocho años, cuatro viviendo con los tíos, a quienes llama Papá y Mamá– es un chico relajado, risueño, criado entre la brisa y las dunas cálidas de California. Desarrolla una relación formidable con Travis y se siente afortunado de tener dos papás. El espectador espera un conflicto que nunca se da, se menciona en un par de ocasiones, pero Walt, el papá putativo de Hunter, deja muy claro que la determinación del futuro del niño es de su padre biológico; de ahí en adelante la cámara, salvo una llamada telefónica, se va detrás de Hunter y de Travis en la búsqueda de su madre, con la única pista contundente, en años, acerca de su paradero.
Jane es prostituta en un bar de Houston, cuya particularidad es que los clientes pagan para ver a las mujeres desnudarse a través de un cristal. Son una serie de cabinas, decoradas distinto: granero, cuarto de hospital, oficina, guardería, etc, y la comunicación entre ambos es de un teléfono a un intercomunicador, que es como un parlante-micrófono instalado en algún rincón del decorado. Lo interesante es que la narración necesita un sitio así para facilitar un diálogo entre dos personas tan malheridas; de lo contrario es muy difícil llegar a las palabras sin que alguien tire una puerta, primero, o salga corriendo. Claro que ella es la que está, realmente, en un estado de indefensión porque está atendiendo a un hombre que no quiere verla desnuda y que arranca a contar una historia que es la suya pero que también puede ser la de miles de mujeres más, abatidas por las abyectas circunstancias que propician esas extensiones tan áridas entre Texas y California. Ahora bien, difícil empezar otro párrafo sin decir que toda la película está hecha para desencadenar este encuentro poético y con tan especiales características.
Stanton juega su papel a la sombra, cuenta la historia terrible de su pasado juntos; Jane llora y en un acopio último de certeza busca a Travis a través del espejo escasamente traslúcido. Él le da las indicaciones para que vaya y busque a su hijo. El encuentro de Jane y Hunter es el previsto y así termina la película; dejando suelto el único cabo que estuvo suelto desde el principio y es que París, Texas, no pasó de ser una anécdota vaporosa y la fotografía de un lote baldío, con un letrero de: Se Vende.
París, Texas, es el símbolo de las expectativas; aquellas que nos matan si no las logramos y más aún si se trata de un sueño tan miserable como el de un lote sucio, sin nada y sólo con una tenue promesa de felicidad. Por eso Travis dura cuatro años extraviado de sí mismo y la película trata acerca de esa posibilidad que le da la vida de reparar el daño producido; de entender que más importante que ir a templar a un París, sin artistas, ni Torre Eiffel, ni canciones de Edith Piaf, es hacer lo correcto. El espectador lo único que tiene que hacer es estar de acuerdo con esa premisa y celebrar la reunión de un hijo con su verdadera madre.