Gelatina de uva
Ella es Valeria, vecina de Romero. Estudiaban desde kínder en el mismo colegio y les tomó nueve años comprender que lo que sentían, el uno por el otro, era amor. Compartían la parada del bus y se buscaban con las excusas más nimias: hacer un herbolario de hojas secas, apostarle al color de los carros que pasaban por la Carrera Séptima y dibujarse la piel con temperas, ya fueran indios, guerreros chinos, racimos de frutas o caracoles con casas magníficas alrededor del ombligo. Tenían una frase que los explicaba: "Del mango, ambos somos la pepa" y que para ellos era el indicio, claro, de una imposibilidad para ver el mundo a través de nadie distinto a ellos mismos.
Fueron a ver el Tambor de Hojalata y la idea de echarse gelatina, en polvo, humedecerla con babas y chuparla de sus pechos y vientres les llamó la atención. En la película era el recurso de un niño, en la Alemania nazi que se negó a crecer y una amiga, mayor, que entendió sus urgencias. Urgencias que Valeria y Romero empezaron a sentir mientras jugaban ping pong, por las tardes; hasta que él enfermó.
Valeria fue la única que vio los cables que le salían de la pierna derecha, a Romero, para conectarlo a la máquina de diálisis. Le descubrieron una insuficiencia renal crónica y cuando supieron que la cura era un trasplante de riñón, ella lo invitó a su cuarto y escupió, sobre su cuerpo desnudo, gelatina de uva para que él la chupara y probara la dulzura de su piel y comprobara que nada había que temer, que la fuerza de su amor podía mover cordilleras enteras. Estuvieron a punto de llorar, pero ella salió corriendo porque había quedado de ir a comer con sus padres.
Al dejar el cuarto, Romero robó esta foto, que estaba debajo del vidrio que cubría la mesa de noche. Sería lo único que le quedaría de ella. Valeria murió asesinada en la Masacre de Pozzetto. Ese 4 de diciembre de 1986, un hombre llamado Campo Elías abrió un fuego indiscriminado contra todos los comensales. Un par de años después, a Romero se le practicó un trasplante de cadáver. Vive aún gracias a ese riñón que, para todo efecto, él siempre ha pensado que es de ella.
Fabio Lozano Uribe